Diatriba contra el analista
Por Fernando Mora Meléndez (Palmira, 1963) Escritor y profesor.
Antes que nada esta es una historia que encontre en la Revista El Mal pensante en la edicion 108, me parecio curiosa y decidi compartirla con uds, espero sepan entender que no es una critica ni burla contra nuestros amigos psicoanalistas igual a mi me gusta el psicoanalisis, asi que espero sepan entenderla.
Una tarde en que las secuelas del divorcio se agravaron, después de haberme expuesto al fuete de un santero, al tabaco de una pitonisa y a los mantras de un budista, decidí abandonar los caminos de Oriente y confiar en que Occidente me salvaría con un método ya probado por un sabio de Viena.
Un amigo que cumplía quince años en análisis, con apenas dos intentos de suicidio, me confió que el camino era largo y a veces más largo; pero que los cambios se hacían sentir hasta en la manera de saludar, que el diván era útil incluso para el lumbago. Otro, en cambio, que no creía sino en las pepas, me salió al paso con una paradoja: “¿Cómo se te ocurre que vas a curar el insomnio analizando sueños que no tenés?”. Me sugirió que viera escenas del primer Woody Allen para darme cuenta de lo ridículo del método. Me trató de disuadir con la idea de que una vez se empezaba el tratamiento era casi imposible salir de él, como en la mafia.
Mientras tanto, los síntomas se las ingeniaban para criar otras fobias. Una madrugada, luego de pasar la noche en blanco por pensar en la Negra (la que me dejó), me hallé preguntándome por lo extraño que resultaba tener una mano de cinco dedos. ¡¿Por qué un número impar, tan imperfecto?! No aguanté más y marqué el número de un doctor que aparecía de este modo en las páginas amarillas: “Dr. Olivio Caetano Rosas, especialista en obsesiones, manías, miedos inexplicables, fobias, vacío existencial. Absoluta reserva”.
De modales corteses, sin chivera, ni calva, ni lentes redondos, el doctor lucía un aire deportivo. Sus ademanes revelaban una satisfacción profesional que obligaba a guardar distancia. Tal vez fue ese aspecto de ciudadano promedio, sin rarezas ni aspavientos, lo que me inspiró confianza. Pude ver que en los anaqueles del consultorio había solo objetos precolombinos: estatuillas chiquitas de chamanes, con pipís enormes, y una mujer jaguar que paría a un guerrero.
Se supone que los analistas guardan un silencio parecido al de los confesores y éste no era la excepción. Solté mi perorata larga como la tira de pañuelos que saca el mago de su garganta. El taco no había acabado de salir y, justo cuando andaba por la parte más emocionante, el hombre me interrumpió con una frase que parecía una réplica: “Dejemos aquí por ahora”.
El deseo de acabar de revelar mi rollo me mantuvo en vilo hasta la próxima cita. Hablé largo, pero no tendido, pues pasaron varios meses antes de que el doctor me anunciara como un gran evento el paso al diván. La noticia me halagó tanto como a un estudiante de karate cuando le cambian el color del cinturón.
Vi el mueble de cerquita. No era el triclinio romano en el que había visto reclinado en una foto al célebre Sigmund, sino un mueble más bien modesto, casi una camilla de enfermería.
A medida que el doctor callaba, yo bregaba a interpretar su silencio. Sus frases eran lacónicas y terminantes, como: “Ajá”, “Continúe, por favor”, “Adelante”. Aun así pude advertir un dejo porteño que se esforzaba por volver neutro. No sé si había estudiado en Buenos Aires o tenía algún nexo con esa bella tierra.
“Hábleme de ello”, me decía y hacía chasquear un bolígrafo para tomar nota. Entonces el “yo” empezaba a contarle que alguna vez, antes de perder el sueño, había soñado que salía en pelota a la calle con un maletín viejo de vendedor de repuestos. En ese instante escuché a mis espaldas que trataba de ahogar un bostezo. Descorazonado, puse el inconsciente en el modo “pause”.
Olivio advirtió mi molestia por su indiferencia y me preguntó, fingiendo interés: “¿Y qué vendía usted propiamente?”. “Prótesis”, dije. “Ajá, prótesis... ¿Y qué clase de prótesis?”. Sentí vergüenza de contestar lo que me preguntaba, creí que era una sandez lo que iba a confesar, pero tenía urgencia de decirlo: “Prótesis... para gallinas”.
Esto era cierto, hacía cola para el bus, angustiado con la idea de no encontrar un pasajero a quien vender mi producto; huérfano y sin un peso, pero, ¡cosa curiosa!, sin que la desnudez me preocupara. El doctor pareció inspirado con la descripción y me conminó a seguir hablando. Como yo no tuviera nada más que decir me extendió su mano retocada por un reciente manicure. “Ha encontrado usted un punto muy revelador”, me dijo, al despedirse. “¿Por qué?”, le pregunté, ávido de sentido. Y entonces, sin el menor empacho, me fue cerrando la puerta casi en las narices. Por la última ranura que quedaba entre los dos alcanzó a decir como un monje zen: “Usted ya sabe la respuesta”. Dejó insinuar una sonrisa de lo más irónica.
El enigma de saber lo que según el analista yo ya debía saber me alejó de nuevo del dios Morfeo. El truco del doctor parecía conocido: pensar por uno mismo. En medio del insomnio, a esas horas, tuve deseos de llamar a alguien, tal vez a una línea gratuita, para confesar lo que me pasaba; pero temí que se dieran cuenta de que andaba usando un método quizás trasnochado.
Tirado en el mueble, otra vez le pregunté al doctor qué pensaba de ese sueño y me contestó que lo importante era lo que yo pensaba. Dije entonces: “Apenas recuerdo que las prótesis para gallinas eran de acero inoxidable y servían para reemplazar los huesos de estas aves. “¿Se siente usted como una gallina? Tal vez esté haciendo transferencia”, anunció. “Yo ya le consigné a su cuenta”, le respondí. “No, no. Me refiero a la transferencia psíquica”, aclaró. Y me fui en las mismas, sin entender ni jota.
El hecho de no entender nada me obligaba a volver donde Olivio una y otra vez. Después de soltarle todas mis cuitas, me sentía tan liviano. Mis pies andaban ligeros como los de Flash, un superhéroe de mi infancia. Solo ansiaba estar otra vez tirado en el diván para volver a decirlo todo.
Hablaba más que una lora mojada y sin prótesis. Iba hilvanando cuanta cosa pasara por la mente. Y en medio de mi soliloquio sonaba el timbre del teléfono. Hasta ahora no entiendo por qué el doctor interrumpía, por ejemplo, mi relación de ideas sobre la figura paterna, para decir: “Aló, sí. Dígales que descarguen el camión y me manden la factura por fax, sí, cómo no... continúe por favor”. Yo trataba de encontrar el hilo, pero antes de eso el teléfono volvía a timbrar: “El flete es por aparte, decía, eso se mandó bien aforado, gritaba, y llámeme después que ahora tengo paciente”. Después de esto me era imposible continuar. Mi silencio era tan elocuente como el de una estatua de la Isla de Pascua.
Durante varias sesiones mi alma se negaba a revelar sus entresijos. La camilla me tallaba y un olor a cresopinol, hostigante, sellaba mi boca. Entonces el doctor sugirió que podría estar desarrollando una resistencia al análisis. Como estrategia decidió elevarme la tarifa, la actitud habitual en estos casos.
Después de unas vacaciones de Semana Santa, el analista llegó con una camisa hawaiana y luciendo un bronceado de lo más frívolo. Dije cualquier bobada, pues eso nunca me ha resultado difícil desde chiquito. Y fue entonces cuando el teléfono suyo repicó de nuevo como una obsesión. El hombre volvió a la carga con sus frases comerciales: “Yo se lo pongo a ese precio en Sincelejo”.
Nunca entendí cuál era el otro negocio de Olivio. Varios años después de abandonar su consultorio todavía me entretengo imaginando sus posibles empresas. Lo comprendo y no lo culpo; él tenía derecho a ajustar sus ingresos de otras formas. Los pacientes de hoy buscan curas rápidas y económicas como las del Indio Amazónico, comprensibles como la carta astral, divertidas como las runas o el tarot. Por mi parte corría el riesgo de ser como ese personaje de Proust que se curó de la locura, pero quedó tonto para siempre.
Hace algún tiempo encontré un mensaje de Olivio en el contestador: “Devuélvame por favor el libro de Lacan”. Solo entonces recordé que el analista me había prestado un libro gordo forrado en papel kraft, volumen que por supuesto nunca abrí. Una de esas noches de vigilia, después de preparar una infusión de valeriana, me dio por hojear el ejemplar. El primer párrafo era un galimatías perfecto que me hizo caer redondo hasta el otro día. Desde entonces es mi libro de almohada, el único que me permite hacer las paces con el dios Morfeo. Un santo remedio.
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